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168 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA<br />
GONZALO ROJAS<br />
169<br />
7/<br />
<strong>GonzALo</strong> <strong>RoJAs</strong><br />
PoeTA, 93 Años<br />
“Soy totalmente joven”<br />
“LA VidA eTeRnA es LA MuJeR”<br />
—¿Qué tanto ha amado usted?<br />
—<strong>El</strong> amor en mí se da desde la mujer, pero eso no me exime<br />
de otra versión. Junto con lo fémino, es amor a lo sacro. Por ahí<br />
tengo algo de religioso. Religioso en un sentido que me mantiene,<br />
porque no tiene que ver ni con la fe ni con la ortodoxia: es una<br />
cuestión romántica… Los 28 días que dan opción de vida ¿quién<br />
lo da sino la mujer? Cada 28 días está sangrando en ella. Yo no<br />
entiendo el mundo sin mujeres. Yo no creo en la vida eterna: para<br />
mí la vida eterna es la mujer. Siempre estoy peleando porque haya<br />
una mujer al lado mío, no importa que perturbe.<br />
“¿Qué se ama cuando se ama?” se llama uno de los poemas<br />
más memorables del poeta Gonzalo Rojas Pizarro. Un libro de la<br />
magnífica trilogía que publicó la Dirección de Bibliotecas, Archivos<br />
y Museos también recoge ese nombre. La seguidilla de publicaciones<br />
que periódicamente aparecen, en Chile y el extranjero, le
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fue un regalo tardío, pues hasta los 70 años este hombre bajito y<br />
que habla como susurrando —zumbando, diría él— con palabras<br />
y entonaciones que seducen y envuelven era casi un ser desconocido<br />
por el vulgo. Sólo algunos conocedores del verso bello lo<br />
tenían entre ceja y ceja y sabían de su verbo cargado de erotismo.<br />
No hubo otro escribiente chileno más erotizador que él en todo<br />
el siglo XX. Tres veces casado, y dos veces viudo, tiene dos hijos<br />
—Rodrigo Tomás, neurólogo que vive en Bonn, y Gonzalo, sicólogo-oncólogo,<br />
que vive en Santiago— y muchas mujeres a quienes<br />
les ha lanzado zumbidos con su palabra cuidada y seductora.<br />
Un día de invierno de 1988 me bajé en el terminal de buses<br />
de Chillán y caminé por la calle <strong>El</strong> Roble hasta llegar al número<br />
1051. <strong>El</strong> hombre rosáceo y calvo, bajito, me esperaba con Hilda,<br />
su mujer. Hasta ese momento se había autoeditado La miseria del<br />
hombre en Valparaíso en 1948, Contra la muerte en 1964, y el resto<br />
de sus entonces poco numerosos libros habían salido de imprenta<br />
después de 1973, pero en el extranjero. Años más tarde sólo David<br />
Turkeltaub —buen poeta, buena persona y que en los años duros<br />
tuvo el atrevimiento de ser editor de poesía mayor— se animó a<br />
publicarle dos libros “chilenos”. En efecto, bajo el sello Ganymedes<br />
(soporte también de los extraordinarios Sermones y Nuevos sermones<br />
del Cristo de <strong>El</strong>qui, de Nicanor Parra; y de obras de Enrique<br />
Lihn y Gonzalo Millán, entre otros) publicó 50 poemas (1982) y <strong>El</strong><br />
alumbrado (1986). Era una producción impresa en su tierra natal<br />
muy escuálida para un poeta de 71 años: en Chile se limitaba, en<br />
materia editorial, a dos autoediciones y dos ediciones de una casa<br />
editora alternativa.<br />
Sin embargo, fuera de este país habían sido mucho más generosos<br />
con su poesía. En Venezuela, en 1977, Monte Ávila Editores<br />
le publicó Oscuro; en España le publicaron Transtierro en 1978; y el<br />
Fondo de Cultura Económica de México Del relámpago, en 1981.<br />
Precisamente, el primer poema que yo le conocí era de este último<br />
libro: “Los letrados”. Pero fue un hallazgo que encontré reproducido<br />
en un pasquín universitario, en un pequeño local de libros<br />
de segunda mano en Viña del Mar en 1984, y que me conmovió al<br />
punto de memorizarlo yo, que no memorizo nada.<br />
Hasta ese día, la obra de Rojas, además de lo nombrado, se reducía<br />
al Cuaderno secreto (escrito en 1936, pero inédito), Uno escribe<br />
en el viento (1962, que casi no circuló), Críptico y otros poemas (1980,<br />
Universidad Autónoma de México) y La fiura (1984). Todos de conocimiento<br />
restringidísimo. Esa era la situación.<br />
Aquella mañana nubosa de 1988 Gonzalo Rojas recién había<br />
recibido el primer ejemplar de su libro Materia de testamento, publicado<br />
en España por Hiperión. Estaba en su casa de Chillán, tal<br />
como hacía la mitad del año. En verdad eran dos o más casas, un<br />
engendro de casas, porque en la parte delantera vivían sus suegros.<br />
<strong>El</strong> resto del tiempo era “visiting professor” (tiene un poema<br />
de ese nombre) en la Brigham Young University de Utah, en Provo,<br />
Estados Unidos, corazón de los mormones (la universidad y<br />
Utah). No había prensa para este Gonzalo, ni reconocimiento. Era<br />
un poeta sólo valorado por una pequeña minoría de lectores de<br />
poemas en estas tierras. Aunque en México, Venezuela y España<br />
su zumbido poético se reconocía bastante más.<br />
“Ni amistades ni besuqueos”: así se tituló la entrevista derivada<br />
de ese viaje a Chillán, aparecida en la revista APSI, donde yo<br />
era un novel redactor, y se llamó así porque eso literalmente me<br />
dijo, resumiendo su posición ante el “huevonaje chileno”, expresión<br />
también suya. “Yo no soy premio”, fue otra de sus advertencias,<br />
formulada al modo del provinciano rebelde de semblante<br />
engañosamente dulce que recubre de miel su hiel: pese a su<br />
apariencia física inofensiva, en su interior cargaba con silenciosa<br />
rabia la indeferencia del establishment literario hacia su obra. Esa<br />
rabia también brota del monumental poder libídico que posee y<br />
por eso se ha volcado sin concesiones a escribirle palabras duras<br />
a varias ignominias sociales, como su conmovedor poema a Sebastián<br />
Acevedo, aquel padre que en 1983 se quemó a lo bonzo<br />
en plena Plaza de Armas de Concepción en desesperada protesta<br />
por la detención y desaparición de dos de sus hijos en manos de<br />
la CNI.<br />
Le recuerdo en mayo de 2006, en esa misma casa engendro, 18<br />
años después —y ya único morador que permanece, pues se le<br />
fueron muriendo suegros y esposa—, ambas señas de identidad
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de entonces y él se sorprende —sí, se sorprende, aunque las reafirma—<br />
quizás con rubor porque desde aquella vez hasta ahora ha<br />
cambiado bastante el panorama: por ejemplo, se ha ganado casi<br />
todos los premios posibles para un poeta vivo (entre ellos el Cervantes),<br />
y es muy reconocido en Chile, incluso por el mismo establishment<br />
literario que antes lo ignoró. Salvo el Premio Nobel, al<br />
que en todo caso lo postulan, desde aquella ocasión como por encanto<br />
se transformó en depositario de todos los grandes premios<br />
literarios y en un poeta masivamente leído y alabado, lo que hace<br />
que una inmensa cantidad de gente ahora lo besuquee y quiera<br />
ser su amigo.<br />
No sé si en amistades, pero en lo del besuqueo no fue franco<br />
en aquella ocasión. Pese a su figura en apariencia exenta de toda<br />
eroticidad, Gonzalo Rojas ha besuqueado mucho, a lo largo de su<br />
vida, a mujeres de distinta estirpe. En su lenguaje está toda su potencia<br />
amatoria. Han sido besos bien dados y, por qué no, también<br />
imaginarios porque alguien que se pregunta “¿Qué se ama cuando<br />
se ama?” lo puede hacer sólo después de ejercer aquel arte en<br />
las más disímiles acepciones.<br />
Una de las cosas que me intrigaba era, derechamente, dialogar<br />
de sexo con el Gonzalo Rojas de nueve décadas, pues la sexualidad<br />
expele de su poesía, pero nunca le había oído hablar de ello<br />
en crudo, en primera persona y a partir de su larga experiencia<br />
personal. No es baladí plantearle conversar a alguien de 88 años<br />
(esa era su edad ese día) sobre estos interiores. Sin embargo, lo<br />
puedo testimoniar: se puede conversar de sexo con este Rojas nonagenario.<br />
Y me confesó, sin miedo a cuidar las apariencias, que<br />
aún tenía actividad sexual.<br />
—La gente no puede entender que 88, como yo tengo, y 23 es<br />
lo mismo —decía entonces—. Nací en el mar, en una costa bien<br />
brava, la de Lebu, con la cueva del toro, que es un útero de mujer:<br />
pasa el mundo y estalla y resuena. <strong>El</strong> personaje central y único<br />
de mi ejercicio poético es el ritmo de ese socavón, que te permite<br />
respirar y asfixiarte al mismo tiempo. Aire y asfixia andan en el<br />
ejercicio mío.<br />
Aunque nacido en Lebu, en la boca del trueno y del mar, el<br />
20 de diciembre de 1917, Rojas terminó optando por la cordillera.<br />
Torreón del Renegado le llamó a su refugio camino de las Termas<br />
de Chillán. Allí estuvimos en 1988, con él e Hilda, su mujer ahora<br />
fallecida. Luego de que atrapara una madre de la culebra que<br />
transitaba incauta por el bosque, bajamos al río que se nombra<br />
hermosamente así: Renegado.<br />
—¿Usted es un renegado?<br />
—Yo no soy un renegado —refuta—. ¿Renegado de qué? He<br />
sido un desinhibido: eso sí.<br />
Cuando la Feria del Libro se hacía en el aire libre(o) del Parque<br />
Forestal —no como ahora que se cobra entrada a un sitio atosigante<br />
y mercantil como es la Estación Mapocho—, a eso de las 5<br />
de la tarde de un día de semana siendo estudiante llegué al local<br />
del Fondo de Cultura Económica. Tomé de un escaparate Del relámpago<br />
y me puse a leer. Busqué “Los letrados”. Aunque no tenía<br />
un cinco, le pregunté por el precio a un señor bajito y rosado, que<br />
resistía la canícula primaveral en una silla sólo protegido de un<br />
gorro negro de marinero.<br />
—No tengo idea, mijito. Así es este negocio: uno escribe los<br />
libros y no sabe el precio de ellos —contestó.<br />
—¿Usted es Gonzalo Rojas?<br />
—Lo soy, pero ya ves: podría ser un vendedor. Da lo mismo.<br />
Después de un corto intercambio de palabras, de pronto Rojas<br />
dijo con cuánta razón que el calor de noviembre daba soponcio,<br />
invitándome a unas pílsener en un barucho frente al hermoso cerro<br />
Santa Lucía. Se levantó y nos largamos a caminar. Aquella tarde<br />
estuvimos hasta las 9 de la noche, unas cuatro horas infatigables,<br />
consumiendo cervezas Escudo en un bar y conversando. Al<br />
despedirnos anotamos nuestras respectivas direcciones. Él pronto<br />
viajaba a Estados Unidos a ejercer su condición de professor en la<br />
Brigham Young University en Utah.<br />
Una vez allá, no tardó en escribirme una carta con su letra indefectiblemente<br />
estilizada. Le contesté, y así seguimos. Tantos años<br />
más tarde, ahora, dice recordar esa escena y desde esa memoria<br />
inicia un recorrido por la vida que le tocó, desde el comienzo<br />
—su Lebu natal—, en la dispersión de su habla, que entremezcla<br />
hechos con observaciones sobre ellos y las palabras, al modo<br />
del profesor que quiere hacer glosa en todo lo que dice. Porque
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Rojas ejerció muchos años de profesor de literatura (especialista<br />
en lengua latina) en la Universidad de Concepción. Quienes fueron<br />
sus alumnos dicen que sus clases eran un gozo y uno, que lo<br />
ha oído leer su poesía en público —interviniendo los versos con<br />
comentarios que al final resultan nuevos agregados al poema—,<br />
sabe que es verdad, porque su lengua seduce. Pero lo que le dió<br />
más prestigio fue su rol como el gestor que estuvo detrás de los<br />
Encuentros de Escritores y de las Escuelas Internacionales de Verano<br />
que se realizaron entre 1960 y 1964 en aquella ciudad y que<br />
permitió reunir a los más destacados escritores de América, como<br />
Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Juan Rulfo, Augusto Roa<br />
Bastos, Carlos Fuentes, Ernesto Sábato, Nicanor Parra, Julio Cortázar,<br />
Alejo Carpentier, entre muchos otros, comandados por el<br />
buque insignia: Neruda. Incluso alguna vez me mostró una carta<br />
muy cariñosa de puño y letra de John Lennon excusándose de no<br />
poder asistir a otro evento literario (lo invitó como poeta) que él<br />
también organizó.<br />
“CHiLe esTá MieRdoso”<br />
Cuando Gonzalo tenía cinco años, murió su padre, Juan Antonio<br />
Rojas. Era el séptimo de sus ocho hijos. A todos les dieron<br />
una beca para estudiar en el colegio Seminario Consistorial de<br />
Concepción. Colegio que a los 17 abandonó y se embarcó a Iquique.<br />
Allá escribió en el diario La Crítica. Con 20 ingresó a estudiar<br />
Derecho en la Universidad de Chile. Para costear su subsistencia<br />
trabajó como inspector del Internado Nacional Barros Arana, coincidiendo<br />
allí con Nicanor Parra (hacía clases de Matemáticas),<br />
su único par poético que le sobrevive, aunque es dos años mayor.<br />
En ese entonces murió su madre, Delia Pizarro. Al año siguiente<br />
entró al Instituto Pedagógico y se anexó (para alejarse después) al<br />
grupo surrealista La Mandrágora, integrado por Braulio Arenas,<br />
Enrique Gómez-Correa, Teófilo Cid y Jorge Cáceres. Por ellos conoció<br />
a Vicente Huidobro.<br />
En 1945 se fue a vivir a Valparaíso, donde ejerció como profesor<br />
de castellano en el Liceo José Miguel de la Barra. En esas fechas<br />
obtuvo el primer premio de poesía en un concurso de la Sociedad<br />
de Escritores de Chile con su libro <strong>El</strong> fuego eterno. <strong>El</strong> premio era<br />
editarlo, cosa que jamás ocurre. Tres años después publicaría su<br />
primera obra: La miseria del hombre.<br />
—Chile está mierdoso, literalmente como te lo digo. Miedoso<br />
y mierdoso: el miedo lo corroe, lo corroyó siempre, desde antes<br />
de Pinochet. Pero después de Pinochet el miedo se apoderó del<br />
tipo ese y no sólo de él. Los señoritos militarotes usaron el miedo<br />
y sembraron el miedo en este pequeño planeta llamado Chile y<br />
por ahí lo acorralaron y lo tienen todavía apaleado. Chile siempre<br />
fue muy poco, con todas sus gracias, siempre tuvo mentalidad de<br />
perro apaleado, pero una cosa es eso y otra cosa es el miedo servil:<br />
el miedo funcionó y sigue funcionando.<br />
Así habla, de entrada, Gonzalo Rojas, en el momento de inicio<br />
de nuestro diálogo, en 2006. A su edad no hay por qué guardar las<br />
formas, pero no es un asunto de años porque su edad no corresponde<br />
al tipo: un arrebato lúcido y ácido lo acompaña desde siempre.<br />
Quienes lo conocen de veras saben que detrás de esa figura<br />
frágil y amable, hay un animal rebelde y poco complaciente.<br />
—¿Y lo de mierdoso por qué?<br />
—Mierdoso: disminuido hasta el punto que si tú hablas no sabes<br />
de qué se trata, no sabes cómo se formula una sílaba, el vocablo,<br />
porque es tanta la cretinización que no da para más el juego. Yo<br />
despierto y tomo relación con eso que se llama la tele, la televisión,<br />
y ahí están los pelotas hablando de sus propias vidas y diciendo<br />
mugrerías, como si eso tuviera jerarquía alguna… Y no olvidemos<br />
los terribles diarios, esas toneladas de miseria. Ya entonces en sus<br />
días de 1850, 1877, por allá cuando Baudelaire escribió Las flores<br />
del mal, dijo: “¿Cómo voy a tener periódicos, si son toneladas de<br />
miseria, toneladas de mierda?”.<br />
—¿Hay problemas serios con la palabra hoy en día?<br />
—Muchos. La palabra no es la “casa del ser”, como diría nuestro<br />
Heidegger tan querido. ¿Pero qué casa, de qué ser va a ser la<br />
palabra que se usa hoy día y desde la que se abusa? Eso no es<br />
sonido, ni menos es zumbido. Yo soy animal del zumbido, creo en<br />
el silencio y creo en el zumbido. La palabra tiene una dimensión<br />
fónica, y otra dimensión semántica, eso lo saben todos. La dimen
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sión fónica está en la ruina, y no porque yo esté hablando en nombre<br />
de ninguna corrección, yo no soy corrector ni correctivo. Me<br />
gusta el desacato, me gusta De Rokha, por eso me gustó (Domingo<br />
Faustino) Sarmiento en su día cuando rompió con las pautas y<br />
las normas, me gustó (Andrés) Bello inclusive. Bello se atrevió a<br />
cancelar el juego de las ortodoxias de la academia española, hizo<br />
la jota, la equis, que es hermosa. <strong>El</strong> estado de salud de la palabra,<br />
a escala de fonos, quiero decirte de sonidos, es muy menesteroso,<br />
y a escala de sentido, ¡pavoroso! ¡pavoroso!<br />
Rojas enseña la casa. Se entusiasma con una nueva construcción:<br />
un palafito de fierro. “Lo injerté adentro de una casa longilínea,<br />
como Chile, una casa de 12 por 80 metros de largo de hierro”,<br />
dice. Donde vive es un lugar largo y angosto, en efecto, construido<br />
a modo de patchwork o collage, como un laberinto lleno de puertas<br />
de entrada y de salida, recovecos, rincones y camas, muchas camas.<br />
—¿Para qué se hizo el palafito?<br />
—Para intentar pensar. Para intentar soñar.<br />
“eCHo de Menos eL oLoR A PuTeRÍo”<br />
—¿Ha sido muy disperso?<br />
—Sí, señor. Yo trabajo con la concentración y la dispersión al<br />
mismo tiempo. La dispersión parecería un desvarío, y sin embargo<br />
ese desvarío lo puedes controlar si tienes las agallas para mantener<br />
las bridas en las manos mientras bloqueas de lo lindo con<br />
la imaginación. ¿Porque quién induce a la dispersión? La imaginación,<br />
que es poderosa. Todos nosotros estamos traspasados de<br />
imaginación y de coraje: ojalá lo mantuviéramos como los niños.<br />
—¿Los poco imaginativos son poco dispersos?<br />
—Son poco dispersos. Son normativos, como los chilenos: normativos,<br />
aburridos, esquemáticos, bellísticos… La dispersión es<br />
connatural a la imaginación porque es una explosión aparentemente<br />
para fuera. Yo veo los primeros años de siglo XXI a punto<br />
de desmayarse. La dispersión tiene que ver con este prodigio imaginativo<br />
y sensitivo. No hay que tenerle miedo a la dispersión.<br />
—A los 88 años, ¿usted es joven?<br />
—Soy totalmente joven... si se llama juventud esa especie de<br />
vivacidad que no tiene miedo al miedo.<br />
—¿No ha perdido la juventud?<br />
—¡No! ¿Por qué la iba a perder si ni en los días divertidamente<br />
estúpidos de las miserias dictatoriales del Chile unisecular, nunca<br />
perdí la juventud?<br />
—¿Por qué cree que no la ha perdido, a los 88 años, y cercano<br />
a la muerte?<br />
—Buena pregunta. ¿Por qué no la habré perdido? Porque la<br />
siento tan arraigada, tan atada a lo mío, al modo de respirar.<br />
—Es bien curioso que no haya perdido la juventud porque<br />
tiene un poema de joven que se llama “Perdí mi juventud”.<br />
—Ese es un modo de decir, cuando uno dispendiosamente<br />
pierde lo que tiene, porque lo tiene y lo recobra. Son dispendios.<br />
Perder mi juventud en los burdeles quería decir que estaba totalmente<br />
burdelero…<br />
—Perdió la virginidad…<br />
—Claro, pero no perdí nada.<br />
—Perdió la virginidad, pero la recuperó después.<br />
—Qué bonito lo que estás diciendo. Me encantó: eso es, uno<br />
recupera, pierde y recupera. ¿Qué es perder? Perder, saber perder,<br />
apostar y perder, sobre todo apostar. Nosotros, que somos los<br />
anarcas, no andamos tras el poder: apostamos y perdemos… Echo<br />
de menos el olor a puterío, me divertía eso, parecía tan sucio, pero<br />
no era envilecedor.<br />
—¿Fue muy putero usted?<br />
—No es el puterío de la calle San Camilo de Santiago de Chile,<br />
que los había, y cinco o siete en Valparaíso, sino que es algo que<br />
viene de más lejos, de la España, de Grecia, de la Roma antigua.<br />
Los romanos eran puteros, pero tenían su gracia al compartir las<br />
niñas, las bacantes del burdel más remoto, a unos milímetros de la<br />
sacralidad. Cuando yo escribo poesía de amor y me brota la poesía<br />
no de amor sino sexualizada, no es una erótica de la carne, de<br />
que al pajarito se le pare bien a uno. No, no, no, no es eso. Todo es<br />
sagrado: el orgasmo es sagrado, el puterío aquel era sagrado, en el<br />
caso mío. ¿Por qué íbamos los jóvenes a eso? No sólo por lujuriosos<br />
animales. En mí opera un eros traducido del gozo, del encan
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tamiento de ese prodigio que es la vibración orgánica, glandular, y<br />
de lo sagrado. Soy un místico concupiscente, lo fui siempre. Tengo<br />
un sentido de la concupiscencia, por eso me gustan los poetas místicos.<br />
Cuando a mí me preguntan cómo empiezo a escribir poesía,<br />
respondo que empiezo con lo místico, léase Teresa de Ávila, que<br />
estaba más que loca.<br />
—¿Tuvo conciencia de muy pequeño de eso?<br />
—Siempre. Me divirtió eso, porque estuve en un liceo entre seglar<br />
o secular y cristianoso, de curas. Yo era muy chiquito, hijo<br />
de un hombre no desvalido de inteligencia, pero sí desvalido de<br />
dinero, un hombre que trabajó en las minas, no era enteramente<br />
un hombre de minería pobretona y mal oliente. Yo era hijo de un<br />
profesor primario rural. Bueno, entonces, yo soy eso. Yo estaba en<br />
un colegio donde había una cosa religiosa, un internado, estuve<br />
seis años interno, y a la vez tenía bastante libertad en el ámbito<br />
sexual.<br />
—Gran sexualidad la suya. Se me ocurre que detrás de su<br />
poesía erótica hay un eros monstruoso.<br />
—Estás diciendo una cosa seria, porque aparentemente la eroticidad,<br />
el derramamiento seminal encima del útero de la mujer,<br />
parecería que es una cosa menor, pero es muy hondo respecto de<br />
lo que uno mismo es. Porque ¿a quién amas tú cuando amas?,<br />
¿qué se ama cuando se ama? ¿Se ama al otro, se ama a uno mismo,<br />
se ama a Dios, se ama a lo conocido? Y no se sabe.<br />
—¿A quiénes le escribió el poema “A unas muchachas que<br />
hacen eso”?<br />
—Había unas putidoncellas por ahí que seguramente me sirvieron<br />
a mí como estímulo. Aquí se intentó pintar una situación:<br />
se amarraban unas con otras, llegaría a lo más al sobajeo, al lameo,<br />
al lamido, no más, no tenían la virtud que nosotros tenemos para<br />
ingresar en la criatura de otro modo y sembrar el semen. Es divertido<br />
este vocablo, me gusta que hagamos una mirada directamente:<br />
es así como deben operar todos los verdaderos dialogantes, los<br />
que entrevistan, porque esto de entrevistar quiere decir entrever.<br />
Alcanzar a ver, casi ver. Me gusta esta idea de ponerlo a uno en un<br />
ejercicio hermenéutico.<br />
—Ese poema y otros que tiene usted pueden ser un preámbulo<br />
para llegar a la cama.<br />
—Para llegar a la cama o al pajeo. Sí, podría ser: tan suelto, tan<br />
libre es el texto. Aquí no funciona al miedo, aquí no funciona el sicoanálisis,<br />
Freud no corre. Aquí corre el mundo, corre la maravilla<br />
de estar vivo.<br />
—Usted tuvo y tiene mucho éxito con las mujeres.<br />
—¿Sabes quiénes son mis lectores? Mis lectores son lectoras.<br />
Lectoras que saben leer del modo fémino, vuelto hacia su propia<br />
condición. Yo no entiendo mucho las diferencias y las distancias<br />
del llamado género y subgénero y paragénero. ¡Qué lata más<br />
grande la palabra género!<br />
—En esta eroticidad, ¿habrá en usted una vertiente femenina?<br />
—Podría ser. Pero yo creo que hay una vertiente originaria, de<br />
animalidad. No sé si tú has reparado en que yo uso algunos vocablos<br />
que no existen en el diccionario de la Real Academia Española:<br />
“animala”, “animala trémula” le digo a una muchacha hermosa,<br />
porque estaba como una animala, como una perrita, como<br />
una tigresa. Y se me da mucha más vibra así, en esa vivacidad, que<br />
cuando está hierática, hermosa, marmórea, espléndida.<br />
—Hilda, su mujer, fue pretendida por Volodia Teitelboim.<br />
—Sí, el Volo la pretendió, cómo no…<br />
—Y usted le ganó la partida.<br />
—<strong>El</strong> Volo estaba también en desamparo, sin mujer, sin la niñita<br />
bonita, la mamá del Claudio se había ido. Entonces el Volo se encandila<br />
con la Hilda, que era una muchacha habilosa.<br />
Los hechos sucedieron así. Hilda May había sido alumna suya.<br />
Rojas estaba en París, con una beca de la Unesco y ella se fue a<br />
España a hacer un posgrado. Un día tocan la puerta de su oficina.<br />
Era Hilda, que venía de Madrid. Linda, bien vestida, como le<br />
gustaba andar a ella. Le informa que quería saber sobre la Unesco<br />
y deseaba conversar con él sobre ello. Un pretexto. Gonzalo la encontró<br />
encantadora y ahí comenzó una relación de 30 años.<br />
—Yo no me porté bien en los inicios porque no creí que fuera<br />
para tanta la hermosura y cometí algunas erratas. Desvaríos, dispersiones<br />
—dice.<br />
Volvió a Concepción, pero al principio la desechó por otra.
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—La errata mía era considerable con otra moza de la que no me<br />
quiero acordar, ni sé cómo se llama, y me casé con esa señorita.<br />
Esta fue su segunda mujer. La primera había sido María Mackenzie,<br />
la madre de su hijo Rodrigo Tomás, de la que enviudó<br />
después de cinco años de matrimonio.<br />
—Yo estaba igual que el Volo, sin mujer, y Volodia se encontró<br />
con una Leonor Suárez que era profesora de Matemáticas. Bonita<br />
e inteligente era Leonor y vivía en Concepción, frente a la estación,<br />
en un hotel asqueroso. Ahí también vivía Hilda, después de<br />
su viaje de España. Vivían como buenas amigas. Un día llega el<br />
Volo y le dice: “Leonor, me muero por Hilda”. “No seas tonto”,<br />
le respondió, “si Hilda es de Gonzalo, tiene que ser de Gonzalo,<br />
a Hilda le gusta Gonzalo y nada más”. De ahí vino el pequeño<br />
encordio que nunca fue encordio.<br />
—¿Eso fue todo?<br />
—Nada más. Yo a Volodia lo quise mucho, ni supe en esos días<br />
por esta devoción de él por esta moza semi mía.<br />
Así, Hilda se convirtió en su tercera esposa. ¿Tercera? Sí y no.<br />
<strong>El</strong> segundo matrimonio, con aquella de la cual prefiere ni recordar<br />
su nombre, sólo duró nueve días. Sencillamente la aburrió. Se fueron<br />
de luna de miel y se dio cuenta de que no tenían nada que ver<br />
entre ellos. De vuelta en el avión, Rojas le dijo: “Señorita, ¿no cree<br />
usted que sería mejor que se quedara con su papá?”. Y a la llegada<br />
cada uno se fue para su lado.<br />
—¿Ha tenido mujeres últimamente?<br />
—Sí, sí.<br />
—No hace mucho tuvo a una hermosa mexicana, ¿aún la tiene?<br />
—Sí, sí, son unas niñas encantadoras. Hay una que vive ahí en<br />
Monterrey, y hay otra encantadora que vive en México y es francesa:<br />
es mi traductora al francés. Puso La miseria del hombre en un<br />
francés bellísimo. Es rumana de origen francés.<br />
—¿Con ellas mantiene relaciones?<br />
—Con ellas tenemos muy buenas relaciones, amistad… y algunas<br />
otras cosas… Con la mexicana un poco más… A mí me gusta.<br />
A veces viene, yo la llamo, está llena de recepciones, es docta, sabe<br />
mucho. No es nueva: tiene dos hijas que son bellísimas.<br />
—¿<strong>El</strong>la es mucho menor que usted?<br />
—¡Sí, pues! Es tan fácil ser menor…<br />
—¿Y en el sexo funciona bien?<br />
—Sí, pero la devoción sexual se va atenuando. Decía Borges,<br />
en unos versos semi bonitos de él: el animal ha muerto o casi ha<br />
muerto. Eso pasa. De todas maneras, en mí no tanto, pero no tengo<br />
la devoción sexual ni el apremio sanguíneo de antes.<br />
—¿Sigue durmiendo en la cama mandarina? —le pregunto en<br />
alusión a la que se trajo de China, que, según cuenta, tiene 500<br />
años y que en 1988 era su lugar de reposo junto a Hilda.<br />
—No, ya no. Es que no tengo pierna suave… Pero de repente<br />
aparece alguna.<br />
—¿Todavía, de verdad?<br />
—¡Sí, hombre! A los 88 tú sabes que funciona el número del<br />
infinito que es el 8…<br />
—¿Sí?<br />
—¡Sí, pues! No presumo, pero casi no pasa nada con los ejercicios<br />
numéricos de la edad. Tú sabes: la pobre mujer con su juego<br />
genésico y su ondular tiene otra situación. <strong>El</strong> hombre no: el hombre<br />
derrama su semen hasta el ultimísimo día antes de caer a la<br />
tumba.<br />
—Pero no todos los hombres tienen una libido como la suya.<br />
—Otra vez repito la palabra miedo: se asustan. Creen que se<br />
cancela la vida sexual después de los 60, 70 u 80, y no es cierto.<br />
Claro: no podrás engendrar los hijos hermosos que te permitieron<br />
hacer parir a una muchacha cuando tenías 30 o 35, pero…<br />
—¿Fumó marihuana alguna vez?<br />
—No.<br />
—¿Ninguna droga?<br />
—No, abstinente de todo. En el sexo, ahí sí. Y en el seso también,<br />
niño. La marihuana mía era esa.<br />
—¿Y en su generación se dio la droga?<br />
—La cocaína era bien frecuente. Teófilo Cid me la ofrecía.<br />
LOS PREMIOS Y LA CICATRIZ<br />
En 1988 Gonzalo Rojas era una persona, no un personaje, y salía<br />
a comprar de a pie en su provinciana y adoptada Chillán, y
182 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA GONZALO ROJAS 183<br />
para eventos más lejos partía con Hilda en auto —ella conducía—<br />
como un vecino cualquiera. Pero tres años después en España le<br />
otorgaron el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana; luego<br />
en México el Premio Octavio Paz; en Chile el Premio Nacional de<br />
Literatura; en México, de nuevo, el Premio Juan Rulfo; en Argentina<br />
el Premio Martín Fierro; rematando en 2003 con el Premio<br />
Cervantes, que es el Nobel en lengua española. Desde entonces lo<br />
promocionan y candidatean al Nobel de verdad.<br />
—Ese no soy yo, mijito —dice como para justificar esta voracidad<br />
de reconocimientos en su último cuarto de vida—. Lo del<br />
Nobel son unos moscos de unas universidades chilenas. Nicanor<br />
(Parra) sí está en ese proyecto. Pero yo no. Nicanor hace 25 años<br />
que está en esas listas, está bien, a él le gusta el premio. Yo lo quiero<br />
tanto a Nicanor… Él cree que somos adversarios, ¿de dónde?,<br />
nada. Es muy bueno que ahora me lo recuerdes: yo no soy premio<br />
—repite tajantemente lo mismo que me dijo en 1988—. No ha pasado<br />
nada, fue un azar, un juego de opciones que se te dan. Son<br />
regalos quién sabe de dónde. ¿Y para qué, además? Cuando yo<br />
tuve el Cervantes, debí ir a 19 países a saludar a la gente. Anduve<br />
enfermo. Bajé 15 kilos, me estropeé el sistema digestivo entero…<br />
Visité a los mejores gastroenterólogos alemanes, visité la Clínica<br />
Las Condes, donde todavía sigo yendo y donde trabaja mi hijo.<br />
Seguí bajando kilos, sufriendo como un tonto y respirando mal,<br />
porque el premio me había producido castigo y no es ninguna<br />
frase. Ser premiado ¿qué quería decir?<br />
Las escaleras en la casa de Gonzalo Rojas proliferan, pero hay<br />
una que no va a ninguna parte. Las piezas, inacabables, tienen dos<br />
puertas: doble entrada y doble salida. Él lo explica arguyendo que<br />
el 2 le ha funcionado siempre.<br />
En 1953, estando en París, viajó a China, gracias al pintor chileno<br />
José Venturelli, que vivía allá. Llegó a Shangai, viajó a Pekín<br />
como escritor invitado por el Consejo Chino de Escritores de<br />
la novel revolución comunista. Anduvo un mes por esos pagos.<br />
Pudo estar con el mismísimo Mao Zedong exactamente el 26 de<br />
abril de 1953. Mao había tomado el poder cuatro años antes. Lo informa<br />
él, que goza de una memoria impresionante. Pero eso sólo<br />
fue el primer viaje. En 1965 volvió, ya casado con Hilda, invitado<br />
por el gobierno chino por tres meses. En 1970, Salvador Allende<br />
le posibilita su tercera vez china: lo nombra agregado cultural en<br />
ese país. De entonces data su famosa cama mandarina, que se trajo<br />
de allá, y que aparece en un poema suyo como un icono de su<br />
habla erótica. Antes del fin del gobierno de la Unidad Popular, lo<br />
trasladan a Cuba, como encargado de negocios, pero con nivel de<br />
embajador. <strong>El</strong> Golpe lo encuentra allá, nada menos.<br />
Rojas estudió en el Pedagógico en la época en que gente como<br />
Hortensia (Tencha) Bussi, la esposa de Allende, estudiaba Historia,<br />
y era su amiga, y Bélgica Castro era estudiante de Teatro. “<strong>El</strong><br />
resto están todos muertos”, acota.<br />
—También estaba Teófilo Cid, de La Mandrágora. Fuimos con Teófilo<br />
juntos a casa de Vicente Huidobro. Así lo conocí, el año 38.<br />
Aunque a él se le ubica, precisamente, como un miembro de la<br />
“Generación del 38”, refuta el dato llamándola “a lo más Promoción<br />
del 38. Considera mucho más sólida y homogénea a la “Generación<br />
del 20”, esa de Manuel Rojas, Pablo de Rokha, Neruda,<br />
González Vera, todos anarquistas en su juventud (Rojas y González<br />
Vera siguieron siéndolo para siempre). “Esa es la buena”,<br />
comenta en alusión al anarquismo, del que se siente depositario.<br />
No le es grato hablar de La Mandrágora, pues, aunque él no<br />
lo dice, y pese a que anduvo por ahí, los surrealistas criollos no<br />
le dieron el mejor trato. Pero reconoce en Enrique Gómez-Correa<br />
—su personaje central— a un poeta “despierto, inteligente, habiloso,<br />
libre, de mucho vuelo”. No tiene la misma opinión de Braulio<br />
Arenas.<br />
—Usted escribió un poema muy fuerte contra Braulio Arenas:<br />
“La cicatriz”.<br />
—Le saqué la cresta, es que él me atacó también. Me acusó de<br />
no se qué. Mal adversario yo. Braulio era majadero y escribió unas<br />
feas palabras… Por eso le escribí “La cicatriz”. Porque él me atacó<br />
a mí, ausente yo, en <strong>El</strong> Mercurio. Yo estaba en Venezuela y me llevan<br />
el recorte donde le preguntan a Braulio qué opina de Gonzalo<br />
Rojas. “Ese es un cero a la izquierda”, dijo, porque por un lado tocaba<br />
a la izquierda y con el cero se refería a que yo era un pésimo poeta.
184 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA GONZALO ROJAS 185<br />
De esa época en el Pedagógico —fines de los años 30 y comienzos<br />
de los 40—, donde se forma la pléyade de humanistas de la segunda<br />
mitad del siglo XX, recuerda, cómo no, a mujeres: fuera de<br />
Hortensia Bussi, rememora a un buen caudal de bellezas “como la<br />
Carmen Bunster, que es la tía verdadera de Claudio ahora Bunster”,<br />
el hijo que no era hijo de su amigo Volodia Teitelboim, que<br />
también era de aquellos muchachos de antes.<br />
—Usted vivó la resaca de la generación de los años 20.<br />
—Exacto. Porque la promoción mía está traspasada por otra<br />
cuerda, por la guerra civil española y por los primeros tanteos<br />
del fascismo y del nazismo alemán. <strong>El</strong> impacto de la guerra civil<br />
española fue inmenso.<br />
—¿Nunca militó en un partido político?<br />
—No, ni en masonería ni en ninguna cosa. Yo tenía 20 y voté<br />
por el Presidente Aguirre Cerda. Después de la matanza del Seguro<br />
Obrero acompañé a Jorge Millas a la morgue. Jorge era presidente<br />
de la Federación de Estudiantes y me dijo: “Gonzalo, vámonos<br />
a la morgue a ver lo que pasó”. Fuimos a reconocer a los<br />
muertos, algo salvaje. Y ahí muerto estaba un amigo mío que se<br />
llamaba Francisco Parada, gran tipo. También amigo de Miguel<br />
Serrano. 1 Miguel ya andaba en los bailes del nazismo… Pero él era<br />
un niño bien: primo de Vicente Huidobro. Son pitucos del Santiago<br />
clásico. Yo lo conocí entonces y me maravilló siempre Miguel<br />
por lo inteligente y lo práctico, y lo fino y lo mundano, en ese sentido<br />
bello de la mundanidad. En un mundo agobiado de chilenos<br />
desbanucados, estos cabros eran radiantes.<br />
“en CHiLe no Me ConoCÍAn ni Los PeRRos”<br />
Según Rojas, es a los 60 años cuando el hombre empieza a “enderezarse”.<br />
En ese plazo —le gusta esa palabra— comenzó a conocer<br />
la plenitud de su vida. Dice que se le armó otro esqueleto, un<br />
pensamiento más fresco, más vivaz y dinámico. “Es como si todo<br />
se hubiera concentrado —resume—. Antes disparaba para todos<br />
1<br />
Miguel Serrano (1917-2009) fue un escritor y diplomático chileno, defensor del nazismo. Era uno de los<br />
sobrevivientes notables del siglo XX que consideré para este libro. Me reuní con él en 2006 en su casa,<br />
pero finalmente su joven mujer lo convenció para excluirse, lo que lamenté.<br />
lados, pero a los 60 comencé a enderezarme. Mi plenitud fue a los<br />
60 años”. Por entonces Gonzalo Rojas vivía en Caracas. Era ciudadano<br />
venezolano, porque como el Golpe lo encontró en La Habana<br />
le habían anulado su pasaporte chileno. A sus hijos también.<br />
Como ex jefe de la misión diplomática en Cuba, fue proscrito.<br />
Y como no era de ningún partido, ni los comunistas ni los socialistas<br />
del exilio lo apoyaban. Llegó exiliado a Alemania del Este, al<br />
puerto de Rodstok. Le pagaban bien, pero no le daban la posibilidad<br />
de hacer clases.<br />
—Era un mendigo de elegante mierda –exclama.<br />
Consiguió que el poeta español Rafael Alberti lo invitara a un<br />
homenaje a Neruda en Italia. Viajó, pero se arrancó de esa ciudad<br />
hacia París. Allá, desesperado, le preguntó a un médico amigo,<br />
Hernán San Martín, que había sido embajador en Zambia:<br />
—¿Cómo resuelvo mi vida, hombre? Los alemanes me protegen<br />
porque fui jefe de misión en Cuba, porque soy izquierdón,<br />
pero no tengo la defensa de los hermanos comunistas ni socialistas<br />
chilenos que viven en Berlín. Estoy fregado.<br />
—Ándate de ahí —le dijo—, tengo la solución.<br />
<strong>El</strong> diálogo ocurrió con Rojas sentado en un baúl, con todo su<br />
equipaje, en una habitación de un piso parisino. <strong>El</strong> poeta se paró y<br />
vio cientos de pasaportes de color rojo. <strong>El</strong> médico sacó dos de ellos<br />
y los falsificó con validez de dos meses, como si hubiera estado en<br />
Zambia. Volvió a Rodstok y la vida siguió igual. Recurrió entonces<br />
a dos amigos: el venezolano Guillermo Sucre y el mexicano<br />
Octavio Paz. Les pidió que lo invitaran a Venezuela con el ofrecimiento<br />
de un puesto de trabajo, porque era la única forma que<br />
los alemanes lo dejaran salir. Y ese trabajo fue una media jornada<br />
en el Instituto Rómulo Gallegos de ese país. Gracias a ello pudo<br />
por fin huir de Alemania Oriental Al llegar a Venezuela, todo fue<br />
cordial. Le ofrecieron clases en la Universidad Simón Bolívar, la<br />
misma que muchos años después le otorgaría un doctorado Honoris<br />
Causa. Un día, el rector se le acercó. Le dijo que esperaba<br />
que estuviera tranquilo, con trabajo y lejos del frío alemán. Pero<br />
Gonzalo le contó su problema:<br />
—No duermo bien porque a las 4 ó 5 de la mañana la policía<br />
me toca a la puerta de mi departamento y me recuerda que soy un
186 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA GONZALO ROJAS 187<br />
indocumentado. Que no tengo país.<br />
Entonces el rector le sugirió:<br />
—Mire, yo no le puedo resolver eso, pero vaya al Barrio del<br />
Silencio, que es donde está la Cancillería de este país, y ahí hable<br />
con tal persona. Yo creo que le van a entender su situación.<br />
Habló con ese señor y tuvo la fortuna de que el burócrata, después<br />
de oírle decir que de un momento a otro la policía política<br />
lo iba a echar con su familia, sacara desde debajo de su mesa un<br />
pasaporte verde venezolano y le dijera:<br />
—Sabemos que usted es un escritor, una persona a quien se<br />
le respeta. Me dicen que en la universidad está trabajando bien.<br />
Tome su pasaporte venezolano con el compromiso de que lo devuelva<br />
cuando pueda volver a Chile.<br />
Le entregaron, además, pasaportes para su mujer e hijos, y por<br />
ello Gonzalo Rojas fue siete años y medio venezolano. Tiempo de<br />
felicidad.<br />
Venezuela lo trató bien. Allí cumplió los 60 y fue, como dice, su<br />
plenitud. Le publicaron los libros que su patria natal casi nunca<br />
hizo.<br />
—En Chile no me conocían ni los perros. Nadie.<br />
La fecha de inicio de su historia poética la consigna en 1934<br />
cuando, aburrido del internado penquista, se embarcó en el barco<br />
Fresia hacia Perú. En ese vapor llegó a Mollendo y volvió a Iquique.<br />
Se bajó en la ciudad y golpeó la puerta de su tía Josefina.<br />
En Iquique conoció a Diana. Le pareció tan linda como para<br />
quedarse en la ciudad sólo por ese motivo. <strong>El</strong> aroma seductor de<br />
una mujer determinaba su destino.<br />
—Yo fui un desinhibido, eso te lo digo clarísimamente. En un<br />
mundo de inhibidos, de pelotas chilenos llenos de miedo, cagados<br />
de miedo, yo fui un desinhibido desde niño. Nací en un pueblito<br />
así de chico, pero nunca fui de villorrio. Siempre fui de mundo.<br />
Esa fue la virtud mía, si es que la hay.<br />
Trabajó en la oficina salitrera de Humberstone, en el hospital.<br />
Uno de sus amigos por entonces fue el joven Óscar Bonilla, futuro<br />
general que participó junto a Pinochet en el Golpe de 1973 y que<br />
murió en extrañas circunstancias en marzo de 1975 cuando tenía<br />
serias diferencias con el dictador. Alquiló una pieza en calle Serrano,<br />
volvió a estudiar y terminó el año como un alumno destacado,<br />
ganándose el premio mayor: un saludo a la Reina de la Primavera.<br />
Pues bien: la reina era precisamente Diana, la muchacha que vio<br />
al llegar a Iquique y por la que decidió quedarse, quien lo galardonó<br />
prendiéndole en el pecho una flor de oro que el joven Rojas<br />
vendió esa misma noche.<br />
Volvió a Concepción un año después. Traía consigo una cama<br />
de color rosado, el colchón y un baúl con ropa.<br />
—Ahí yo venía cambiado, venía navegado. Los compañeros<br />
míos eran una peste, unos pobres moscos provinciales. Y yo en<br />
cambio venía navegado, había visto el Perú, venía del norte del<br />
país, sabía lo que era el trabajo. Ese viaje fue decisivo en mi vida.<br />
En 1937 emprende rumbo a Santiago, ciudad que no conocía.<br />
Se aburrió de estudiar Derecho e ingresó a Pedagogía. Pero también<br />
se aburrió. Llegó a hacer clases, como práctica, en el Liceo<br />
de Aplicación, en la noche. Un día estaba ahí atendiendo las matrículas<br />
de los muchachos que se venían a inscribir y aparece una<br />
mujer bonita, de tez clara y pelo negro. Venía a matricular a su<br />
empleada doméstica. Como tantas otras veces, a Gonzalo Rojas le<br />
gustó la joven, que tenía 18 años. La invitó al teatro Hollywood,<br />
que existía en esos años en la Alameda. Cuando se tomaban un<br />
café, ella le contó que era casada, pero que la cosa andaba mal.<br />
Aquella mujer a Rojas, de nuevo, le movería el piso, es decir, la<br />
vida. Era el impulso para un nuevo viaje. Por entonces un tal Rosenberg<br />
Gallo, de Copiapó, le había ofrecido un pequeño trabajo<br />
en <strong>El</strong> Orito, en la cordillera de Los Andes, en un paraje de minas<br />
de cobre. Quedaron de verse con la joven de tez blanca al día siguiente<br />
en la calle Constitución Nº 63, donde vivía con su marido<br />
y con William Mackenzie, su padre, un escocés que era ingeniero<br />
experto en frigoríficos. Ya no estaba el marido, se había marchado.<br />
No pasó una semana y Rojas, sin asomo de recato, le propuso irse<br />
al norte con él. Y aceptó. <strong>El</strong>la era María, la futura madre de su hijo<br />
mayor, que nació en el norte, y con la cual vivió cinco años hasta<br />
su muerte.<br />
Se fueron a Vallenar en tren. Subieron al Orito. En 1943 nació<br />
Rodrigo Tomás en esos bordes cordilleranos. Pero lo echaron por
188 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA GONZALO ROJAS 189<br />
un motivo extra laboral: por no estar casado con libreta. Entonces<br />
retornó al sur, pero no a Santiago, que era territorio vedado:<br />
partieron donde un amigo de Gonzalo que tenía un aserradero<br />
en la isla Puluqui, al sur de Calbuco. Después de un tiempo, dejó<br />
a mujer e hijo y volvió a Concepción para terminar unos libros<br />
de poesía que nunca acabó. Más tarde se reencontraron los tres<br />
en Santiago, donde trabajó con Leopoldo Castedo “en una revista<br />
mala que se llamaba no sé qué”. 2 Le reconocieron algunos estudios<br />
y consiguió quedar como licenciado en Filología Clásica: su<br />
único título. Después partió a Valparaíso a hacer clases.<br />
—Nunca tuve prisa, pero me funcionó el viaje —dice.<br />
—¿Lo apremia la muerte?<br />
—No, a esta altura, ni nunca, fui gran doliente de ella. ¿Cómo<br />
se llama eso en filosofía, el desacuerdo del pensamiento filosófico<br />
tradicional, escuela a la que pertenece Quevedo, Séneca…?<br />
—¿Estoicos?<br />
—¡Estoicos! Yo soy animal estoico. Por eso amo la moderación.<br />
Por un lado soy frenético, sé lo que es el frenesí romántico, el encantamiento,<br />
la fascinación, pero a la vez con contención. Por eso<br />
me lateó el surrealismo, sobre todo el mandragorismo. No tenía<br />
idea de qué era el silabeo y yo soy animal silábico, yo entiendo lo<br />
que es la sílaba, porque entiendo lo que es el respiro, lo que es el<br />
juego, los matices de la voz. No me interesa nada lo parragoso, el<br />
derramamiento. Por ejemplo, leo a Juan Rulfo y hay ritmo. Rulfo<br />
escribe en prosa, pero es muy rítmico. Es un poeta y tuve el honor<br />
de ser amigo suyo. Juanito te habla con una ritmicidad preciosa,<br />
como González Vera, pero ese es un maestro, sin que se le note que<br />
es rítmico, porque no se trata de medir las sílabas conforme a la<br />
cuantificación clásica. Se trata de ver cómo en este vaivén precioso<br />
opera eso que es la mesura. Acuérdate de Heráclito: “<strong>El</strong> sol se<br />
enciende y se apaga con medida”.<br />
—Volvamos a la muerte: a su muerte.<br />
—Esa torrecilla, la que estoy construyendo —la muestra— va a<br />
durar lejos unos 60 meses más que yo, que tendré unos seis meses<br />
2<br />
Se trata de la revista Antártica. Leopoldo Castedo fue un destacado historiador español que llegó en el<br />
Winnipeg como refugiado.<br />
más de vida o tres, no quiero más. No me aflige eso. Enterré a un<br />
estudiante mío el otro día, eché a la Hilda a la tierra… He soñado,<br />
me he desdoblado, pero sin agobios. Hay una poesía mía que<br />
a lo mejor ilustra eso: se llama “Almohada de Quevedo”. Es un<br />
poema que data de muchos años. Quevedo era un estoico. Era un<br />
tipo rajado, porque cuando uno no le tiene miedo a la muerte, no<br />
es que sea un piadoso: uno es un zafado, no le asusta la muerte<br />
casi temerariamente. Es muy divertido el caso mío. Íbamos con la<br />
Hilda a bordo de un avión en Corea del Norte, el avión empezó a<br />
descomponerse. Entonces yo le tomé la mano un ratito y jugamos<br />
una partida de cartas en pleno vuelo listo para el desastre.<br />
—¿Es ateo?<br />
—No, pero no es que crea: vivo en el misterio. Yo soy un misterio,<br />
porque no sé. Es lo desconocido, no saber nada. No tengo pretensiones<br />
de saber cómo es la muerte. Es nada, pero sin agobio. <strong>El</strong><br />
único poema que yo escribí sobre esas leseras se llama “Al silencio”.<br />
Ahí ni siquiera se le dice vacío, porque si hubiera dicho vacío<br />
mi voz habría sonado como algo hindú y yo no soy hindú. Se le<br />
dice “hueco”, “todo en el hueco del mar”. Es como si le hubieran<br />
arrancado todas las aguas al océano de golpe y todas las aguas y<br />
todas las estrellas al sistema galáctico y a la hermosura todas las<br />
hermosuras: queda la oquedad fantasmal y ahí anda uno, y ahí<br />
duerme, con eso duerme.<br />
—¿Tiene alguna disposición para su muerte?<br />
—He pensado algo últimamente, como la muerte está más cerca,<br />
en vista de que María, que es la primera mujer mía y la madre<br />
de Rodrigo, y él la quemó porque ella le dijo: “Crémame, todo<br />
será ceniza”. <strong>El</strong> niño cumplió y cremó a su mamá. A mí fíjate que<br />
la gusanería no me espanta para nada. La germinación tal vez esté<br />
mejor... No sé bien. No quiero que me cremen. Me gusta más la<br />
vida libre, a esa la he adorado tanto.<br />
—Usted ha sido un vividor.<br />
—Sí. Fascinado... todas las mañanas, todas las noches cuando<br />
respiro, cuando me levanto, cuando hago ejercicios, tontamente,<br />
soy un vividor.<br />
—Y entonces una persona tan vividora como usted, ¿qué pasa<br />
cuando viene el fin de la energía: la muerte?
190 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA GONZALO ROJAS 191<br />
—Es el ahí nomás. Sin embargo, algo pasará, porque ¿cómo va<br />
a ser que desaparezcan todas estas ilusiones? Yo sé que el pobre<br />
ser humano es un bichejo inofensivo al lado de otros portentos del<br />
universo de los que no tenemos ni la más leve mención.<br />
“NERUDA ERA UN SACACUENTAS Y MALA PERSONA”<br />
—Usted dijo una vez que es un “protodisidente”. ¿Me puede<br />
explicar eso?<br />
—Claro. Disidente quiere decir no estar de acuerdo. Yo quise a<br />
Octavio Paz aunque muchas cosas nos separaban, pero lo que yo<br />
adoraba en Octavio era esa disidencia: no estar de acuerdo. Vicente<br />
Huidobro fue un disidente. La lata de Neruda en parte grande<br />
está en que no era disidente: era obsecuente el huevón. Obsecuente<br />
quiere decir un hombre que no es de una fe limpia y sana. Lo<br />
opuesto a una disidencia es una fe, una voluntad. Neruda fue un<br />
obsecuente. Él era un arribista: lo fue desde niño y lo fue de hombre.<br />
Mostró ese arribismo con el Pablo Ramírez, por ejemplo, en el<br />
pequeño gobierno del año 27, esa amistad que lo mandó de cónsul<br />
a Oriente. Pablito Ramírez era el hombre fuerte del dictador<br />
Carlos Ibáñez. Esas cosas son muy sospechosas. No porque fuera<br />
maricón, Neruda no lo era, el otro parece que lo era, pero Neruda<br />
era un tipo que sacaba cuentas. Neruda era un “saca cuentas” y<br />
mala persona, rencoroso. ¿Por qué fue tan desdeñoso con la gente<br />
de su mismísima promoción? ¿Por qué no apoyó a Romeo Murga?<br />
Muchachones que tenían tanto talento como el suyo. Al único que<br />
salvó fue a Alberto Rojas Jiménez, pero cuando ya estaba muerto. 3<br />
Eso me pasa con Neruda a mí. Hay un cuento cortito que te lo doy,<br />
porque es real. Estábamos un día en una comida acá en Chillán, en<br />
el Hotel Riquelme, Neruda y muchos escritores de distinto pelaje.<br />
Estábamos todos en torno a él, en distintas mesas. Un amigo de<br />
Pablo y amigo mío se le acerca y le pregunta: “Oye Pablo, ahora<br />
que estamos aquí, ¿qué te parece ese joven que está por allá, dicen<br />
que él es poeta?”. Se refería a mí. Entonces, Neruda le contesta:<br />
3<br />
Romeo Murga (1904-1925) y Alberto Rojas Jiménez (1900-1934) eran poetas amigos del joven Neruda.<br />
Murga murió a los 21, de tuberculosis. Rojas Jiménez murió nueve años después de neumonía. Tras su<br />
muerte, Neruda escribió el poema “Alberto Rojas Jiménez viene volando”.<br />
“Gonzalo no es malo, pero escribe poquito”. Ese fue su juicio. <strong>El</strong><br />
intrigante de mierda y simpático que era mi amigo fue volando<br />
hacia la otra punta de la mesa y me dijo: “Mira lo que está diciendo<br />
Pablo, que tú no eres malo, pero que escribes poquito”. Y a mí<br />
me nació del alma esta frase: “Dile a Pablo que él es un genio, pero<br />
que escribe demasiadito”.<br />
—¿Pablo de Rokha era un disidente?<br />
—Él nació disidente. Era delirante, disidente, inconcluso, equivocado.<br />
Yo también soy equivocado, lo que se dice equivocado. De<br />
Rokha no quería reconocer la equivocidad. Me gusta en De Rokha<br />
lo de fundador que hay en él. Él es el primero que vio las “materias”;<br />
el agua, al aire, el fuego... antes que la Mistral escribiera<br />
sobre ellas. Es inconcluso y con una debilidad mayor: no tuvo conciencia<br />
del límite. ¿Qué quiero decir con ello? Que se desbarrancó.<br />
No supo medir: no ganó un lenguaje; ganó un impulso. Pero De<br />
Rokha es muy grande. Tanto lo quiero, lo quise siempre, que cuando<br />
iba a parir María, mi primera mujer, la bonitísima escocesa, y<br />
estábamos en <strong>El</strong> Orito, en la cumbre andina, le dije: “Mira, mujer,<br />
le vamos a poner como segundo nombre Tomás, porque acaba de<br />
morir Tomasito, hijo de Pablo de Rokha”. Yo lo conocí mucho. Comimos<br />
y tomamos como zafados allá en Concepción.<br />
—¿Pablo de Rokha participó en los congresos de escritores<br />
que usted organizó?<br />
—No, por errata mía. Errata mortal. Como todo estaba sembrado<br />
de nerudismo, si yo invitaba a De Rokha, Neruda no venía y si<br />
no venía Neruda no venía nadie. Qué terrible...<br />
—O sea, fue vetado Pablo de Rokha.<br />
—Vetado, pero no entero, porque yo lo llevaba a otras cosas,<br />
pero no a esas. La reconozco como una errata mía grande, una<br />
majadería.<br />
—¿Y Nicanor Parra? ¿Usted peleó con Parra?<br />
—Fuimos buenos compañeros en el Internado Nacional Barros<br />
Arana. Mi trabajo consistía en encender y apagar las luces en ese<br />
internado, cuando los chicos se iban a acostar. Yo dormía ahí porque<br />
allí ganábamos la comida y el pan. Nicanor era profesor de<br />
matemáticas. Se había graduado hacía poco, pero concurría al internado<br />
porque había sido estudiante de ahí. Un día discutimos,
192 TODOS CONFESOS / MARCELO MENDOZA GONZALO ROJAS 193<br />
pero te hablo del año 37, imagínate. Él me defendió a Víctor Domingo<br />
Silva en una conversación de sobremesa, y hasta ahí llegó<br />
la conversación. 4 Después nos vimos con cariño, saludos. Yo con<br />
mucho respeto a la Viola (Violeta Parra, su hermana), a la Viola la<br />
quise con el corazón. Pasa el tiempo y el año 47 él se está viniendo<br />
de Estados Unidos o de Inglaterra y nos encontramos en la Alameda<br />
con un gran abrazo. Entonces vivía con la Anita Troncoso.<br />
Nicanor venía con injerto de Inglaterra en el hocico, en la jeta y en<br />
la cabeza, era un cabro renovado, ya no era tan joven tampoco, y<br />
yo lo visité en su casa de calle Mac Iver. Después se mudó a la calle<br />
Larraín, a unos metros de donde vivía Neruda. La amistad se profundizó.<br />
Él iba a Valparaíso a mi casa. A él le nacía la idea de que<br />
estaba bueno ya de huidobrismo y de nerudismo. Nos sentíamos<br />
en la idea de que había que hacer una cosa distinta. Me mostró<br />
unos papeles que se llamaban “Ejercicios retóricos”, y yo se los<br />
encontré bonitos. Los había hecho en Inglaterra o Estados Unidos,<br />
y a él le encantó lo mío. Así seguimos la amistad con el Parra y<br />
cada vez que yo empecé con los encuentros de escritores en Concepción<br />
Nicanor era el primero en venir invitado: yo invitaba con<br />
honor a mi hermano querido y él lo sabía. Era una amistad no<br />
sobajeada, no como las amistades chilenas: el sobajeo chileno es<br />
asqueroso, qué asco, el asco chileno.<br />
—¿Y qué pasó?<br />
—Un día, mucho después, compro un diario, el año 60 y tantos,<br />
y había un artículo duro de Nicanor contra mí: decía que yo<br />
me había rokheizado, por De Rokha. En vista de eso, yo vine a mi<br />
casa, desanduve los pasos desde el centro de la pequeña ciudad<br />
de Concepción hasta donde teníamos un bonito piso con mi mujer<br />
y les dije a ella e hijos: “Ustedes almuercen, yo le voy a contestar a<br />
este huevón, pero no le voy a contestar en su humorismo barato;<br />
le voy a contestar en un humorismo de la tradición española”. Me<br />
acordé de un texto de Quevedo que se llama “Gracias y desgracias<br />
del ojo del culo”, que es muy lindo, lleno de humor. Entonces, a<br />
mi texto le llamé “Gracias y desgracias de un antipoeta”, y lo rajé<br />
con unos versos muy bien construidos, terribles, se podría decir<br />
4<br />
Víctor Domingo Silva (1882-1960) fue escritor y diputado. Escribió alabanzas a la chilenidad, como el<br />
poema “Al pie de la bandera”. Le otorgaron el Premio Nacional de Literatura en 1954.<br />
que le dejé a la mamá y al papá colgando. Lo llevé a Santiago y<br />
se lo mostré a Hernán Lavín Cerda y éste se lo entregó a Manuel<br />
Cabieses, que dirigía la revista Punto Final. Se publicó y lo tomó la<br />
revista uruguaya Marcha y se fue por América. Quedó abierta una<br />
brecha feroz entre el uno y el otro. <strong>El</strong> poema era bueno, el mismo<br />
Parra lo reconoció.<br />
—¿Nunca lo publicó en un libro?<br />
—Tarde en mi vida. Sólo hace cuatro años apareció en un libro<br />
mío en Madrid (Metamorfosis de lo mismo, Visor, 2000). De ahí salió<br />
lo que diríamos distancia, más que enemistad. Pero cuando vino<br />
el gobierno de (Ricardo) Lagos nos juntamos un día con Parra y<br />
estuvimos en la misma brecha de siempre. Él no tiene confianza<br />
en mí, pero yo no tengo querella. Lo que sí tengo es diferencia<br />
con él en esa cosa que él llama los artefactos, que no me interesan<br />
nada. Pero sí me interesa el bello libro de 1954 Poemas y antipoemas,<br />
porque lo encuentro bueno. “<strong>El</strong> soliloquio del individuo” es un<br />
poema bueno que publicó después.<br />
“ADORÉ EL SIGLO XX”<br />
—¿Los Encuentros Internacionales de Escritores en Concepción<br />
fueron hitos importantes en su vida?<br />
—En mí sí, porque cumplió una cosa que siempre quise ser<br />
y soy: un poeta y a la vez un animal poético que no sólo trabaja<br />
desde la contemplación sino desde la acción. Eso ha ocurrido con<br />
muchas vidas. En los contemporáneos basta con que yo nombre a<br />
André Breton, sin compararme con él. Breton es un poeta lúcido<br />
desde la palabra y a la vez un hacedor: hizo cosas. Aquí en América<br />
somos unos pocos, y yo creo que sin quererlo me inserté porque<br />
me nació así y porque soy así. Y en eso me siento como uno de<br />
esos progenitores del siglo XIX. Sarmiento decía esta frase: “Hasta<br />
nuevo orden, en América un verdadero escritor está condenado a<br />
la contemplación y a la acción al mismo tiempo”.<br />
—¿Y Gabriela Mistral qué le parece?<br />
—¡Deslumbrante! Ni la Teresa de Ávila, que es mi diosa, mi<br />
reina y mi portenta, la supera. En Chile no hay ninguna divina<br />
comparable. Cuando el año 1948 aparece mi libro La miseria del
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hombre el señor Alone puso en el diario en su columna: “Al paso<br />
que van las letras nacionales no prometen nada bueno”. 5 Me hizo<br />
un bien ese señorito, ese piojillo maricueca me hizo un bien enorme<br />
porque me bajó de todo el caballo de la presunción, de la altanería<br />
del aprendiz de escritor. Me ventiló el seso, me curó de esa<br />
trampa que quiere decir la autovaloración. Pero los dioses existen.<br />
Dos semanas después, sería en julio de ese 48, yo voy con Rodrigo<br />
Tomás a lustrarme los zapatos al Correo de Valparaíso, que es<br />
donde funciona la cosa cultural, y compro <strong>El</strong> Mercurio. Los diarios<br />
venían hablando mal y bien de mi libro y quise leer y no apareció<br />
nada más. Recién ahí tomé razón yo de toda la autofarsa que uno<br />
se hace en su mente con la adhesión. Subí al piso que estaba en el<br />
cerro Concepción y fui al buzón a buscar mi correspondencia, y<br />
llegó una tarjeta impresionante de Gabriela. <strong>El</strong>la no había leído<br />
nada, pero había recibido mi libro. Es la más grande valoración<br />
que yo he sentido en mi vida. Sentí la confianza que yo me tenía,<br />
porque hay que partir de esa idea: el que no se tiene confianza está<br />
jodido. Yo de niño no tenía ni un céntimo en los bolsillos, perdona<br />
otra vez la disgresión, me tocaba y me decía: “No tengo nada,<br />
nada, pero nada, el despojo entero”, pero me tenía una confianza<br />
de loco. Eso me trajo la Mistral.<br />
—¿La libido ha sido muy fuerte como energía para su poesía?<br />
—Yo creo que sí, porque cuando era chico las putillas donde<br />
concurría a veces me pedían prestado porque decían que tenía<br />
energía libídica. Eso es bueno. ¡Tenía buena reputación! Putero el<br />
hombre.<br />
—¿Y en materia política?<br />
—Devoción entera por la milicia siempre. De niño católico,<br />
como tantos ancianos de este país, en mí resuena la guerra civil<br />
española: que somos republicanos y no comunistas. Yo no soy comunista.<br />
—¿Tuvo simpatía por el MIR?<br />
—Mucha, inmensa, la tengo. No por el MIR feo que hizo después<br />
tontería de orden criminoso. Sí por el buen MIR, de Von<br />
Schouwen, del Rodrigo Rojas Mackenzie, mi hijo, que no fue del<br />
5<br />
Seudónimo de Hernán Díaz Arrieta (1891-1984), el más influyente crítico literario chileno del siglo XX.<br />
MIR. Antes del MIR hubo un movimiento que se llamaba el MUI:<br />
Movimiento Universitario de Izquierda, presidido por mi Rodrigo<br />
y por Miguel Enríquez. Eran muy amigos. A Miguel lo veo de<br />
chico con los calcetines en el suelo. Edgardo, su papá, era amigo<br />
mío. Gente noble y buena; el MIR me caía bien porque los encontraba<br />
como unos moscos no sólo partidarios del Che, no sólo en<br />
eso, sino que tenían algo del brillo de los mozos, de los mozalbetes<br />
del siglo XIX en los días de Manuel Rodríguez.<br />
—<strong>El</strong> año 70 rechazó ser incluido en una antología de poesía<br />
latinoamericana que hizo la OEA.<br />
—Sí, es cierto.<br />
—Leí su carta de rechazo: prohíbe incluir allí poemas suyos<br />
porque dice que la OEA es el “Ministerio de Colonias de Estados<br />
Unidos”.<br />
—Esa era mi postura, implacable. Por eso cuando estuve en<br />
Estados Unidos, muchos años después, cuando me ofrecieron un<br />
trabajo de profesor, aspiré a ser residente y estaba listo para firmar<br />
mi papel de residente cuando un señor dijo: este señor no<br />
puede firmar porque fue jefe de la misión diplomática de Allende<br />
en Cuba. A mucho honor, entonces, me quedé sin la condición de<br />
residente. Por un juego de cartas largo entre la dirección de esa<br />
universidad de Utah me dieron la residencia, que ya no la tengo.<br />
—Usted me decía que estos primeros años del siglo XXI son<br />
mierdosos. ¿Y cómo fue el siglo XX?<br />
—Fue un siglo muy furioso, acelerado como soy yo mismo, pero<br />
con un grado de control muy firme, muy fuerte. Adoré el siglo XX<br />
por lo vertiginoso, por lo insoportablemente vivo, fresco, por lo<br />
colectivo. <strong>El</strong> hombre se atrevía a hacer un ejercicio como el de la<br />
Unión Soviética, con un cabro chato como era Lenin y los otros<br />
muchachones que estaban detrás de él. <strong>El</strong> país tenía 150 millones<br />
de habitantes, no sabían leer ni escribir, y mira cómo cambió, con<br />
todas sus podredumbres. Hoy hay una especie de recato no místico<br />
ni religioso, pero casi religioso, y uno se queda pensando que el<br />
glorioso Partido Comunista y el marxismo leninismo contuvieron<br />
un grado de extra fascinación, de extra mística. Siglo XX es el gran<br />
siglo. Es adorable haber nacido en él, es un honor de honores para<br />
este pobre animal que soy yo; una alegría haber vivido ahí.
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—¿Y por qué entonces este escaso siglo XXI es mierdoso?<br />
—¡Caca, caca, hasta donde lo estoy viendo! Con un señor Bush<br />
que es caca, con unos piojetes de los distintos países… 6<br />
—¿Por qué vive en Chillán?<br />
—Porque estoy en el animaleo: me gusta ir al mercado, me gusta<br />
estar en los tablones, el mar me queda a algunos metros en Cobquecura,<br />
a otros metros me queda la cordillera de los Andes.<br />
—¿Es periférico usted?<br />
—Sí, sí. Me gusta llegar desde fuera. Y salir y entrar y volver a<br />
salir.<br />
—Muy erótico eso.<br />
—Y si tú ves… ¿por qué hay tanta cama en esta casa? Porque<br />
algunas veces duermo acá, otras duermo allá y despierto en camas<br />
distintas.<br />
—¿Cambia de cama?<br />
—Sí, porque muestran otros horizontes.<br />
6<br />
Cuando se realizó lo medular de este diálogo George W. Bush gobernaba Estados Unidos.