Dominado por formas geométricas, que incluyen bandas de rayas, diamantes y círculos, sus pinturas decididamente bidimensionales tienen la ilusión de tener múltiples dimensiones.

ÓMAR RAYO REYES     (Roldanillo, Valle del Cauca, 20 de enero de 1928 – Palmira (Valle del Cauca), 7 de junio de 2010)

La geometría, la ilusión óptica y el rigor técnico caracterizaron la propuesta de Ómar Rayo, nacido en 1928. De formación autodidacta, su primera elección fue ejerciendo la caricatura, donde se destacó como uno de los mejores hacia finales de la década del cuarenta en Colombia. Escogió para caracterizar su estilo la geometrizacion de los rasgos de los aludidos quienes eran representados mediante tablas, esta particular manera de abordar el género la tituló “Maderismo”. La primera exhibición como artista creativo fue planificada con formas figurativas influidas por el Surrealismo. Alargadas y estilizadas con reminiscencias vegetales y sobre paisajes metafísicos. Esta otra etapa la denominó “Bejuquismo”.

En 1954 emprende un viaje por América Latina para estudiar. Esta travesía que duró cuatro años lo llevó a visitar Ecuador, Perú, Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. En las capitales de estos países no solamente produjo obras sino que exhibió. Su trabajo entonces no solo da cuenta de los lugares, argumentando en torno a los mismos, sino que se decide por la geometría como lenguaje.  Lo cual es coincidente con muchos de los que van a ser sus como Alejandro Otero, Jesús Rafael Soto, Carlos Cruz Díez, Julio Le Parc, Eduardo Mc Entyre, Edgar Negret o Eduardo Ramírez Villamizar para nombrar algunos con puntos comunes y con los que Omar Rayo tuvo relaciones personales. En ese nomadismo sus planteamientos se enriquecieron con distintas experiencias: la naturaleza, el arte popular, el legado precolombino y la diversidad étnica. Fueron éstos los argumentos que trató en la serie que se conoce como “Vía Sur”. Quiero resaltar de este período la obra “Paisaje de Nazca II” fechada en 1956, donde es evidente la interpretación del legado prehispánico como referente y su voluntad de abstracción, simplificación y economía cromática, características todas que van a acompañar su propuesta posterior. Igualmente la acuarela “Bodegón de Buenos Aires” del mismo año, donde se advierte la influencia de Joaquín Torres García, no solamente en la distribución geométrica, el uso de la cruz, la letra, el número, sino en el cromatismo esencialista.

Luego regresa a Colombia en 1958, pero solo para exhibir su nueva producción y preparar el viaje a México. País donde entrará en contacto no solamente con artistas como Siqueiros y Tamayo sino con los de la nueva generación: Cuevas, Rojo, Felguérez, García Ponce, López Loza, Aceves Navarro, Coen, Goeritz, Sebastian, Von Gunten, Gironella, Toledo. Allí estuvo hasta 1961. La estadía en México fue definitiva para la conceptualización y afirmación de su personalidad artística.  Su pintura se tornó decididamente abstracta, con colores planos y bordes duros. Usó el círculo, el cuadrado, el rectángulo para interrelacionarlos y crear composiciones asimétricas controladas.  La gama cromática incluía colores como azul, verde, rojo, amarillo, gris, negro y blanco. Pintó en acrílico sobre lienzo. Algunas de estas formas entrelazadas comenzaron a ser sombreadas en los bordes a fin de producir ilusión. Allí encontrará el artista su manera de plantear elementos vibracionistas y de consolidar una imagen diferenciada.

Otro gran hallazgo de su estancia en México fue el acercamiento al grabado y el logro con sus relieves sobre papel d´Arches de 300 libras que se conocen como “Intanglios”. Estos comenzaron a ser realizados allí pero solo serían exhibidos en Nueva York donde fueron muy apreciados y provocaron la adquisición de una docena de estas piezas para la colección del Museo de Arte Moderno, en 1962.

Estas obras gráficas, resultado de planchas talladas por el artista en cartón, producían imágenes en relieve que no necesitaban de la línea para existir. Muchos de los argumentos se concentraban en ganchos, tijeras, botones, serruchos, clavos, camisas, corbatas, platos, cubiertos y demás argumentos que lo relacionaban con el Pop-Art naciente. Jasper Jones declararía públicamente la influencia que la obra de Rayo había ejercido sobre él. Uno de estos “Intaglios” incoloros: “Porqué la Torre blanca está cansada” de 1966, fue el que Marcel Duchamp vio y solicitó al artista para una subasta en beneficio de los ajedrecistas. Como agradecimiento Duchamp le regaló un grabado en metal fechado en 1925 que representa dos perfiles. La pieza dedicada a Rayo se conserva en el Museo de Dibujo y Grabado Latinoamericano que éste inauguró en Roldanillo su ciudad natal en 1981 y que sigue funcionando hasta hoy.

El escritor y crítico Juan García Ponce comentó a propósito de estas obras gráficas: “Indudablemente la originalidad por sí sola no es suficiente para hacer valiosa una obra de arte; pero en el caso de Rayo ésta cuenta, además, con el apoyo de un sólido sentido de la composición y un formidable poder inventivo que convierte cada obra en una experiencia individual y diferente con valores propios.  Utilizando su descubrimiento en distintas direcciones y en algunos casos empleando el color para acentuar el peso y el ritmo de las formas dentro del espacio general de la composición, Rayo logra que cada una de las obras se nos presente como un mundo particular e independiente. En él, unas veces, la textura limpia del papel, al que no se le ha agregado ningún color, proyecta un atrevido juego de espacios y volúmenes perfectamente equilibrados a los que la delicadeza y precisión de la composición otorgan una calidad casi etérea o, mediante uno o dos rompimientos, crea bruscos contrastes en los que el espacio puro afirma su potencia poética; otras veces, el empleo de tintas grises y negras sirve para marcar las diferencias entre los distintos planos mediante rompimientos tonales que producen un efecto de profundidad y cambian la relación entre las formas o provocan una perturbadora sensación de vacío contra el cual lucha el resto de la composición.  En una forma u otra, en cada una de las distintas soluciones, la invención poética, el lirismo rítmico de Rayo aparecen siempre recogidos por una voluntaria economía de medios y un rigor formal que, sin imponer limitaciones, le llevan a encontrar la libertad dentro de lo que podríamos llamar reglas clásicas de la composición: orden geométrico, equilibrios de fuerzas, planos que se sostienen mutuamente, sentido total del espacio.  Así, cada una de sus obras vive dentro de una especie de orden interior preestablecido, que transmite una sedante sensación de seguridad y armonía sin renunciar al misterio, a la revelación súbita y a la poesía”.

Rayo se trasladó a vivir a Nueva York en 1961 y estuvo muy vinculado a esta ciudad hasta su muerte en el 2010. Allí produjo muchas de sus grandes series de pinturas y obra gráfica, aunque éstas tuvieran como referencia la música clásica y los maestros de la historia del arte europeo, las culturas precolombinas y las etnias que habitan Latinoamérica, la luz y los colores del trópico pero también la fascinación  por Oriente, especialmente Japón y China.

Varios creadores latinoamericanos habían elegido Nueva York en los años sesenta para fijar su residencia allí y tener contacto directo con esta ciudad que se había convertido en la capital de las artes al término de la Segunda Guerra Mundial. El Expresionismo Abstracto se había impuesto y representaba para Estados Unidos el primer contingente de artistas que por fin podían aportar al arte internacional. Después vendría la asimilación de actitudes europeas como el Pop-Art que había nacido en Londres y las experimentaciones ópticas emanadas desde París. Como reacción a la pintura de acción, otro grupo también optó por la geometría pura, colores planos y bordes duros, lo que constituía una más de las posiciones reflexivas del momento. Este era el escenario más excitante e inventivo que los artistas venidos del sur de América podían encontrar en la Gran Manzana. Entre los que se relacionaron con ómar Rayo y que fueron sus amigos más cercanos están: Rodolfo Abularach de Guatemala, Juan Gómez Quiroz, Mario Torral y Enrique Castro Cid de Chile, César Paternostro, Marcelo Bonebardi y Felipe Noé de Argentina, Julio Apuy de Uruguay, Antonio Enrique Amaral de Brasil, Rafael Bogarín de Venezuela y Luis Molinari de Ecuador. Los colombianos que vivían en Nueva York eran Edgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar, David Manzur, Fernando Botero y Leonel Góngora. Con todos Rayo se trataba pero su gran amistad fue con Góngora ya que era su paisano del Departamento del Valle y se habían conocido en México.

Ómar Rayo comienza a realizar pinturas con cintas y bandas entrelazadas usando en los años sesenta colores vivos y contrastados procedentes de la era multicolor y luminosa de la discoteca, los avisos de neón, la psicodelia y todos los psicotrópicos que se implantaron en ese decenio. La geometría exasperó los cuadrados y rectángulos de sus lienzos y entonces estos se volvieron irregulares prolongando con segmentos en distintas direcciones su conformación y autoafirmándose como piezas invasoras que dislocaban la tradición del marco regular.  Desde muy temprano, a partir de 1966 se pueden apreciar trabajos resueltos desde esa perspectiva cuestionadora. Además, varias tenían rodillos de madera reales que incrementaban la ilusión.  Un ejemplo entre muchos puede ser la obra “Acid-rain” de 1967. Esta manera de solucionar los lienzos Rayo la conservó a lo largo de toda su producción.

El blanco y negro con la gama de grises correspondiente fue una de las prácticas más ejercidas por el artista. No solo en extensas serie de pinturas quiso evocar argumentos del mundo ancestral y las etnias indígenas, títulos como “Catio”, “Panche”, “Quipus”, “Arhuaco” y muchos otros, ejemplifican su especial interés y puntos de referencia en este sentido. También especuló sobre muchos elementos formalistas e hizo homenajes a ciudades, artistas y otras culturas. El crítico peruano residente en México Juan Acha escribió en 1973, con motivo de una exposición individual en el Museo de Arte Moderno de esa ciudad, un largo texto del cual este extracto es un ejemplo de su juicio: “El dominio en el manejo de las formas lleva a ómar Rayo a una rica variedad de formas.  En el cuadro “Memoria H.R.”, por ejemplo, nos muestra una rítmica repetición modular de gran intensidad estética que asemeja un trozo de cestería.  Por otra parte, creo que llega a sus mejores logros cuando representa un casi nudo único, tal como en “Arhuaco”, de un formato recortado inusitado.  Aquí la superficie entera se transmuta en objeto y en su interior vemos lo transitorio de un protonudo. “Arhuaco” es el emblema contenido en otros cuadros y grabados que ha salido en busca de espacio, de independencia. Las cintas están entre anudarse o extenderse, pero conservan su verticalidad y horizontalidad. […]  Los acostumbrados a las elevadas instancias de lo que denominamos espiritual, rechazarán con seguridad esta estimativa centrada en lo perceptual y elemental. Pero olvidan que la poesía brota igualmente de las elementalidades y obviedades; con la ventaja de que cuando se logra, es más duradera y ‘abierta’”.

Relacionó su trabajo con el ámbito familiar y a su esposa le dedicó la serie “Agedóptero en la red” (1996), a su hija “Los juguetes de Sara” (1980) y “Coleopsara” (1990) y a su nieto “Los juguetes de Mateo” (2007). Al tiempo que consagró sus últimas series a: “Embrión de Dragón” (1997), “Criaturas Abisales” (2001), “Semillas del sol” (2002), “Corteza del arco iris” (2003), “Crisálida del Arrebol” (2004), “Mullida Huella del Viento” (2005). Cuando falleció estaban exhibidos sus trabajos finales titulados “Tizón fósil de fuego”. Esta propuesta  se caracterizó por abordar el rojo como color dominante. A propósito de ese tono el artista había declarado: “El rojo es más fuerte y sólido que el negro, porque el negro se apoya en él, fluye en él, se derrite en la sombra frente a él. Sólo de noche el rojo cede al poder de la luz que lo devora… y sin embargo, los incendios hacen retroceder la noche. El rojo es la fuerza, es el fuego, pelea cuerpo a cuerpo con el blanco y el negro sin el dominio de ninguno. Sólo se transforma”. Rayo siempre conservó intacta su depurada técnica y con el paso de los años su destreza nunca decayó y se mantuvo imbatible. Logró abordar diferentes argumentos y todos los sometió al rigor de la geometría y los malabares ópticos capacitados para ejercitar la retina del espectador. Construyó una gramática visual basada en la precisión, en variaciones cromáticas y formales capaces de dar identidad a su personalidad que pudo singularizarse y consiguió igualmente hacer parte de la memoria colectiva más allá del círculo mismo de las artes visuales.

Miguel González  – Profesor, curador y crítico de arte. Miembro de AICA.