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Gonzalo Rojas

Cronología

I. Infancia y Juventud
«De donde viene uno con el silencio aborigen»
(1916-1945)

1916

Nace Gonzalo Rojas en una población carbonífera y maderera del sur de Chile, Lebu —en mapuche, ‘río profundo’—, el 20 de diciembre de 1916. Séptimo de ocho hermanos, su infancia en ese espacio lluvioso será determinante para la forja de su poética, «larvaria y lentiforme», según sus propios términos.

(«De veras soy aire y eso tiene que ver con el océano del gran Golfo de Arauco donde nací, y también con las cumbres de Atacama donde (allá por mis 20 años) los mineros del cobre me enseñaron mucho más que el surrealismo: a descifrar el portento del lenguaje inagotable del murmullo, el centelleo y el parpadeo de las estrellas»).

1921

Su padre, el minero Juan Antonio Rojas, muere cuando él apenas cuenta cuatro años. («Mi padre era hijo de un profesor primario, un profesor primario de mucho decoro, de mucha dignidad. Este abuelo mío, don Jacinto Rojas Iglesias, era de Vicuña, del mismísimo Valle de Elqui, en parentela próxima con la madre de Gabriela Mistral, doña Petronila Alcayaga Rojas»). Gonzalo Rojas lo evocará en el poema «Carbón».

El poeta no toma conciencia de su orfandad hasta que le roban el caballo que su padre le había legado, y es entonces cuando llega la constatación del abandono y el desamparo. («El caballo se me convirtió en un mito. Quizá también se deba a que yo soy Sagitario, un signo que tiene un caballo alado, el hecho es que el caballo ha pasado a ser para mí todo un tópico […] Mi primera experiencia más fuerte e intensa en relación con el contrapunto vida-muerte fue cuando yo tenía cinco años. Vivía en un sectorcillo de mi pueblo que se llamaba El Camarón. Recuerdo que una vez venían dos caballos, pegados el uno junto al otro, arreados por uno de esos pacos azules de la época. Sobre los caballos había dos muertos, dos cadáveres tirados para atrás. Es una visión muy sombría, pero muy dinámica, simultáneamente […] En esta escena, los caballos representan la vida, que se opone a los otros dos cadáveres, rajados, abiertos, despedazados seguramente en alguna pendencia en las minas. Son estos dos animales briosos, contra los dos mutilados desangrándose. Y a mi mirada de niño, eso le fascinó»).

1922

El descubrimiento de la palabra y su embrujo es siempre atribuido por el poeta a una experiencia de infancia, cuando, sin saber aún leer, siente la palabra relámpago como una revelación casi sagrada; con el tiempo, habrá de identificar a la poesía con esa imagen del relámpago y su correspondiente alumbramiento. («Yo tendría unos cinco o seis años, y una noche la casa se estremecía por uno de esos ventarrones furiosos de esa parte sur del Golfo. Parece que la casa se iba a desarmar entera por el viento, cuando de pronto uno de mis niños hermanitos dijo “relámpago”. Y ese relámpago, como palabra, como palabra esdrújula —re-lám-pa-go—, pudo más en mí que todo el espectáculo de la cohetería preciosa en el cielo que se derrumbaba, de los relámpagos reales, de los rayos, de los truenos… Se me quedó pegada la palabra: la palabra era más poderosa y despertaba más en mí que el mismo episodio natural»).

1923

Su madre, Celia Pizarro, lo lleva al norte para visitar a unos parientes. Ese espacio lo atrae poderosamente, y en 1934 habrá de volver a él.

1925

Gonzalo no aprende a leer hasta 1925, lo hace tarde pero muy rápidamente; «las palabras arden: se me aparecen con un sonido más allá de todo sentido», anota en Oscuro.

1926-1934

Trasladada su familia a Concepción, gana una beca para estudiar en el internado conciliar de dicha ciudad, donde permanece hasta 1934. Allí le imanta la extraordinaria biblioteca, y guiado por un profesor alemán, Guillermo Jünemann, se entrega a la lectura de los clásicos. («Adentro de los enormes bolsillos de su ropa tenía siempre libros; y además, cuando nos enseñaba —porque nos explicaba literatura— anotaba en el pizarrón en griego, lo mismo que en latín, las cosas que se le ocurría ir pensando. Era un loco, pensaba delante de nosotros, y me llamaba la atención el gran dominio que tenía no sólo del alemán, que era su lengua, sino de varias lenguas viejas. Yo creo que él me atrajo o me indujo a esto de leer a los viejos»).

Lee febrilmente a Homero, Garcilaso, San Juan, Fray Luis («los místicos alucinados. Esos son los primeros alumbrados»), Quevedo («un adelantado de todos nosotros. El barroco que sabemos, hijo de Séneca, estoico, cristiano, místico, político, contradictorio, animal satírico y animal amatorio como pocos»), Cervantes, Gracián y en especial la sección de libros prohibidos: Safo, Catulo, Boccaccio, Voltaire, Baudelaire, Rimbaud. También leerá a los latinoamericanos («Vallejo me dio el despojo y cierto balbuceo en diálogo con mi asma y mi tartamudez y desde ahí el descubrimiento del tono; Huidobro acaso el desenfado; Neruda cierto ritmo respiratorio que él aprendió en Whitman y en Baudelaire; pero yo gané el mío desde la asfixia. ¿Y Borges? El rigor, l’ostinato rigore que dijo Leonardo. Y el desvelo. Un desvelo al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento»). La Biblia será otra de las protagonistas de su formación. («El Antiguo Testamento, los Cantares, los Salmos, el Eclesiastés […] en mi infancia me impregné de Biblia. Ahora, del Nuevo Testamento, me interesa más el Evangelio de San Juan; me gusta el Apocalipsis»).

Allí también empieza a jugar con las palabras: cuando le toca leer en alta voz mientras los demás niños comen, salva los obstáculos de su tartamudeo transformando las palabras que lee por otras menos complejas, aunque no escribirá su primer poema hasta muchos años después. Niño introvertido y asmático, recuerda en su madurez que de entonces viene su fascinación por «silabear el mundo». («Si tú examinas mi palabra poética, te encuentras que a lo largo de ella existe esa trepidación un poco diastólica y sistólica de quien se paraliza y se asfixia un poco, y después se desvía. Hay entonces una dimensión fisiológica en mi ejercicio»).

1934

Su inquietud lo lleva a abandonar el bachillerato cuando le faltan dos años de secundaria, para, con el permiso materno, trasladarse desde Concepción a Iquique, donde vivían parientes paternos. Hasta allí se desplaza en barco, y durante la escala en Valparaíso pasea por la ciudad y adquiere en una librería el Retrato del artista adolescente de James Joyce, en traducción de Dámaso Alonso, que lee tras finalizar El adolescente sensual de Joaquín Cifuentes Sepúlveda.

Al llegar a su destino consigue trabajo en la pampa salitrera, donde toma conciencia directa del desamparo de los trabajadores del salitre. Lee fervientemente en la Biblioteca Cervantes de Iquique: a Esenin y Maiakovski, y también a chilenos como Carlos Pezoa Velis, o a la española Generación del 27. («A los catorce o quince años yo escribía líneas, líneas que no se desarrollaban por entero. Eran especies de gérmenes de pensamiento que anotaba en unos papelitos, en unas libretitas y que a veces desarrollaba. Ya a los 16 años me atrevería a decir que era capaz de componer, en el sentido de armar una composición, de armar una construcción poética»).

1935

Lee Residencia en la tierra, de Neruda. Publica en un diario de Iquique su primer poema, «La litera de arriba», escrito el año anterior a bordo del barco Fresia: …en el oleaje de Talcahuano a Iquique con las gaviotas / inmóviles como cuerdas en el arpa del cielo / amenazante….

1936

Premiado en los Juegos Florales, es invitado por el periódico El Tarapacá, dirigido por Eduardo Frei, a escribir sobre Valle-Inclán, en enero de 1936, su primer artículo: «Pasión y muerte de Valle-Inclán».

Ese mismo año vuelve a sus estudios, y funda además la revista Letras en su Liceo, donde publica un artículo sobre Residencia en la tierra de Pablo Neruda.

1937

Comienza sus estudios universitarios, en fechas conmocionadas por la guerra civil española: en 1937 comienza Derecho en Santiago pero, magnetizado por los clásicos, abandona esa carrera para dedicarse a Filosofía y Letras, y poder leer en latín a Ovidio y Catulo.

1938

Trabaja como inspector cuidando niños en el Internado Barros Arana, entre 1938 y 1941, para financiar sus estudios.

En julio de 1938, el grupo surrealista Mandrágora hace su aparición pública con la lectura de manifiestos y versos en la Universidad de Chile. Sus fundadores son Braulio Arenas, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa, y el nombre del grupo busca vincular a la poesía con una planta legendaria («…crecía al pie de las horcas. Esta planta tenía raicillas de sexo masculino y femenino que semejaban precisamente el cuerpo de un hombre y una mujer. Pero las raíces femeninas tenían un poder, un prodigio: si tú la conseguías arrancar, pese al gemido que hacían en ese momento, y si tú no caías muerto ahí mismo, conseguías de golpe el honor, el amor, el poder y las riquezas […] Era la poesía en cuanto a que había que saber tomarla y arrancarla, y cobrar en ella esa especie de vibración profunda»).

Rojas se incorpora al movimiento, y en la revista Mandrágora se llegan a publicar poemas suyos; además induce a Jorge Cáceres —alumno de cuarto año en el internado donde él trabaja— para que se una a ellos. («Le propuse que entrara a La Mandrágora y se lo presenté a Braulio, quien se encandiló. Hubo abrazos y saludos en uno de los patios del Internado. Así fue como Cáceres llegó a ser un Mandrágora, un Mandrágora ortodoxo, al final. Él era para mí el único poeta que tuvo ángel surrealista de veras. Yo apenas duré un año en ese movimiento […] me sobrevino el hastío de lo hechizo, lo artificioso y lo postizo y salí disparado en busca de aire como quien cambia casa habitada por deshabitada y fui a parar a las cumbres de Atacama. La cosa estaba ahí, con la imaginación y el léxico portentoso de los mineros ignaros y no en los días sedentarios de la biblioteca nacional ni en los cafetines literarios de mala muerte»).

Son tiempos en que la ciudad de Santiago se debate entre la efervescencia poética y la ideológica, ante el devenir de los acontecimientos en España y Europa. Por esa época se produce el encuentro de Gonzalo Rojas con Vicente Huidobro, que le es presentado por Teófilo Cid («Me fascinaba esa libertad de Huidobro, esa lucidez, esa altanería»).

1940

Cuando visita a su madre, inventa un juego personal que tendrá cierta proyección en su escritura. («En esa casa yo tenía una pieza y escribía mis cosas. Ahí empezó ese juego de tirar un cuchillito bien afilado sobre la mesa, que era gruesa y tosca. Entonces, yo lo lanzaba y me encantaba cuando se clavaba y quedaba vibrando. Me venía ahí una rara concentración y me decía “Sí, puedo escribir”. Eso tiene que ver con el ritmo, como el zumbido, con la concentración del Zen. Si el cuchillo resbalaba, entonces no había caso y me iba»).

Este año es el del enamoramiento de María Mackenzie, que será su primera mujer; también es el año de la muerte de su madre, que motiva su poema «Celia».

1942

Abandona Santiago y se dirige al norte, a Atacama, con María Mackenzie. Allí trabaja en contabilidad en una mina, y enseña a leer a los mineros a partir de los pocos libros que lleva, como Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres.

1943

Nace su primogénito, Rodrigo Tomás; le dedicará el poema «Crecimiento de Rodrigo Tomás». Su segundo nombre es homenaje al hijo que perdió su amigo el poeta Pablo de Rokha, quien le había escrito un epitafio que le había impresionado vivamente.

Después, expulsado de ese trabajo por no estar casado, se desplaza al sur chileno para trabajar en maderas en la isla de Puluqui, en Reloncaví.

1944

Regresa a Santiago, a la que llama «capital de no sé qué» —una ciudad que, como Concepción, le incomoda— y allí trabaja en la Dirección de Informaciones y Cultura. Impulsa, junto con Leopoldo Castedo, la revista Antártica —de la que es jefe de redacción—, y vuelve a sus estudios universitarios.

1945

Consigue un trabajo como profesor en un colegio alemán de Valparaíso, y lo alterna con otro empleo en el Ministerio del Interior, en Santiago; en Valparaíso comienza a sentir la pulsión de la escritura.

(«Viajaba en un autobús, los días miércoles en la noche, para amanecer en Valparaíso. Y en ese rechinar, en ese laberinto de las ruedas de los autobuses tan malos en la noche, se producía en mí una modificación entre sensórea e imaginativa. Yo llegaba al puerto de Valparaíso y todavía con el ruido de las ruedas adentro de mi cabeza, escribía […] A esas alturas del 45 me brotó, de pronto y como a raudales, un ejercicio imaginativo que no era surrealista, sino más bien expresionista. La miseria del hombre es más bien un estallido expresionista del lenguaje»).

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